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Flotabilidad

14.4.24

Entró en el agua parsimoniosamente, comprobando que cada centímetro de su cuerpo se sumergía y notaba una temperatura distinta. Su piel se iba envolviendo de una acuosa realidad, hasta que sumergió todo su cuerpo en el líquido cristalino de aquella inmensa pila bautismal. A continuación se tumbó, flotando y dejándose llevar a merced del fluido.

Con los brazos y los pies extendidos, pensó que aquello era como flotar en el líquido amniótico donde una vez estuvo. «Mi yo, el azul infinito…», susurró. Se sentía fuera del mundo, pero dentro de él, entre un fondo infinito abajo, todo negrura, y otro fondo infinito arriba, todo azul.

Después especuló dos o más veces en entrar y salir de este mundo o quedarse allí, para siempre flotando como flota un astronauta en el cielo espacial. Igual que las ideas flotan, igual que los globos que levitan disfrutando como fantasmas que flotan sobre la tierra.

«Así es mi vida o mi posible vida o las vidas vividas o las vidas no vividas, tan solo una posibilidad de flotar hasta que te hundes, hasta que te vas al fondo, hasta que te asfixias, hasta que no te recuperas, hasta que no sales más a flote…», reflexionó. Fue entonces que sintió que su corazón era de plomo y que, si se iba al fondo un día, llegaría otro que lo podría reflotar.

De repente, una ola inesperada la volteó y la hundió por completo. Tragó agua salada y experimentó un pánico momentáneo, pero luego se calmó y se dejó transportar por la corriente. Se hundía cada vez más, hacia la oscuridad de lo profundo. Sin embargo, no sentía miedo. En la oscuridad, vio una luz tenue que la guiaba. Nadó hacia ella con todas sus fuerzas y, al final, la alcanzó.

Salió a la superficie jadeando, con el corazón palpitando con fuerza. Miró a su alrededor y vio el cielo pálido, las nubes blancas y el sol brillante. Sonrió. Había vuelto a flotar.



Brote psicótico

7.4.24


Ha muerto Nicolás. Nadie le ha llorado. Vivía solo desde que falleció su progenitor. Aún recuerdo cuando caminábamos juntos hacia el colegio con apenas siete años. Siempre me contaba historias sobre lo que quería ser de mayor, que trabajaría en el banco como su padre. Y así fue que comenzó de botones siendo poco más que un adolescente. A veces me lo cruzaba con su elegante traje abotonado y sentía una pizca de envidia, trabajar en un banco tenía un cierto prestigio social.

Pasados los años y con mi vuelta a casa tras acabar la Universidad me crucé con él y no me reconoció. ¡Nicolás!, le grité y entonces se giró. Lo miré a los ojos y había perdido la mirada de siempre. Entonces me identificó y pronunció mi nombre. Luego continuó caminando con rapidez y moviendo los brazos con aspaviento. Era como si algo se hubiera roto dentro de él, algo que lo condenó durante décadas a deambular diariamente por la ciudad sin un destino. Desde entonces y hasta su muerte ahora, no volvió a ser quien conocí y a quien le auguraron un buen porvenir.

El cuento de su vida es una historia triste, como tantas otras, que no habría que contar.



Las tres Evas

31.3.24


Arsacio Pizcueta Montijano, un hombre de letras y estudioso de la obra borgiana, se encontraba fascinado por la pieza Tres versiones de Judas. Esta fascinación lo llevó a plantear una trilogía de interpretaciones heréticas sobre la figura bíblica de Eva, a la que llamó Las tres Evas.

Comprometido con una sociedad de estudios cabalísticos, Arsacio se sumergió en una profunda investigación, ahondando en papeles antiguos que nunca habían visto la luz en las academias y museos del mundo. Sus pesquisas lo llevaron a una conclusión sorprendente: al menos hubo tres exégesis de la representación de Eva, dos de ellas fallidas y la tercera la que aparece en las Escrituras.

La primera Eva, según Arsacio, no surgió de Adán. Se trató de una idea concurrente de la divinidad, una forma imperfecta y fugaz, un esbozo que no llegó a concretarse. Era una Eva sin alma, sin libre albedrío, una mera marioneta en el escenario del Edén.

La segunda Eva fue un ser más complejo. Nacida de la costilla de Adán, como la conocemos en la tradición, poseía una mente propia y la capacidad de discernir entre el bien y el mal. Sin embargo, su pecado original la condenó a la mortalidad y al sufrimiento.

La última Eva, la definitiva, aún no había sido revelada. Arsacio la intuía como un ser perfecto, una síntesis de las dos anteriores, que combinaría la belleza y la pureza de la primera con la inteligencia y la libertad de la segunda. Esta Eva sería la culminación del plan deífico, la compañera ideal de Adán y la madre de una nueva humanidad.

Preguntado Borges sobre el asunto, el escritor se mostró intrigado por la teoría de Arsacio. «Es una pensamiento audaz e interesante», comentó, «una averiguación que, sin lugar a dudas, abre nuevos interrogantes sobre la creación del hombre y la mujer». Borges, siempre parco en elogios, reconoció la erudición de Pizcueta Montijano y la profusa comprensión de su trabajo.

Arsacio conoció al rabino Menachem Shlomo Hartman en un viaje a Jerusalén, un hombre sabio y versado en las escrituras, que lo instruyó y le mostró algunos textos primitivos que hablaban de las tres Evas. En estos pasajes, considerados apócrifos por la mayoría de los eruditos, se narraba la historia de las dos Evas imperfectas y la profecía de la tercera.

La incapacidad de Dios para ser mujer era uno de los temas centrales de la indagación de Arsacio. Según él, la plasmación de Eva era un intento divino de comprender y experimentar la feminidad. Las dos primeras Evas fueron fracasos y la tercera, la Eva concluyente, fue la cúspide de este proceso.


Levitantes

24.3.24


Martín tenía la extraordinaria capacidad de levitar. No se trataba de un vuelo acrobático ni una danza etérea, sino más bien de una ascensión repentina, gradual e imprevista, como una pompa de jabón impulsada por la brisa. Sus pies se desanclaban del suelo por sorpresa, en un instante de quietud o en la ensoñación de un juego.

Se elevaba unos centímetros, apenas lo suficiente para sentir el cosquilleo en las plantas de los pies y la brisa fresca en el rostro. El mundo se transformaba bajo su perspectiva inédita. Era una sensación ingrávida y vertiginosa.

Un día, mientras perseguía una mariposa en el jardín, se elevó más de lo habitual. Sus ojos se llenaron de asombro al contemplar el paisaje cenital. Las techumbres de los edificios formaban un mosaico de colores y las personas se movían como pequeñas hormigas a toda prisa. La vastedad del cielo lo llenó de una emoción de paz y libertad que nunca antes había experimentado.

La curiosidad lo dominó y, en pleno vuelo, bajó la vista para observar el misterio que lo elevaba. Y en ese momento, como si un hechizo se rompiera, la gravedad lo reclamó de vuelta. Cayó a la tierra con un golpe seco, la turbación grabada en su rostro y la impotencia en sus pequeños pies.

Desde entonces, la levitación se convirtió en un recuerdo difuso, una historia sorprendente que nadie creyó. Incluso él mismo dudaba de su veracidad, preguntándose si acaso no fue más que el sueño de una mente infantil.

Años después, Martín caminaba distraído por la calle cuando vio a un niño elevarse del suelo igual que él hacía cuando era niño. La incredulidad inicial dio paso a la nostalgia y la agitación. Se acercó al pequeño, quien lo miró con una sonrisa traviesa y le dijo: «¿Quieres volver a volar?». Martín, sin dudarlo, tomó la mano del niño y, juntos, se elevaron por encima de la ciudad, dejando atrás sus preocupaciones y pesares.

Rituales

17.3.24


Solía mi padre los domingos a la mañana sacarme a pasear por la ciudad. Caminábamos con sus pasos de gigante por lo que yo iba dando saltitos en algunos trechos. Así descubrí, maravillándome, las grandes y bulliciosas avenidas, llenas de luz y de gentes vestidas con trajes nuevos y brillantes sentadas en las terrazas o pululando por las aceras, familias, jóvenes parejas y amigos de papá que a cada intervalo andado nos detenían. Para hacer más liviana esas esperas me soltaba de su mano y me agachaba a jugar con la tierra, motivo por el que era advertido.

Después nos desviábamos por callejas sinuosas y visitábamos los templos de los descreídos. Allí era donde se suplicaba de verdad al dios Baco, le oí decir en alguna ocasión, y me preguntaba cómo sería esa divinidad tan diferente de la que aparecía en el catecismo que las monjas nos hacían aprender, en especial la madre Laura, una joven y guapa mujer, enérgica y mandona, de la que andábamos prendados pero a la que temíamos más que a una vara verde.

En esas iglesias, digo, es donde solíamos acabar antes de la hora del almuerzo, llenos de hombres gigantescos apoyados en las barras de las tabernas, que charlaban desinhibidos y comían con deleite, gastando bromas y gritando, hasta culminar una ronda de convidadas. El momento más culminante era volver a casa chispeante y como levitando, tras hacerme beber un pequeño tubito de cerveza.



Sensibilidad

10.3.24


El pianista se lesionó los dedos a propósito. Quería sentir en cada tecla que pulsara, belleza y dolor.



El liquidador

3.3.24

 

Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.

                                                                                                                         Albert Camus

 

 

Quizá hubiera tenido una anterior vida de amanuense o de linotipista, algún oficio manual relacionado con las palabras y los legajos. No lo sé, lo desconozco. Fue que, al entrar en aquel cubículo, me llegó una impresión extraña donde el rancio olor de la humedad y la profusión de documentación almacenada, mezclaban en mi mente un abigarrado sentimiento a descomposición de recuerdos. Dos lamparillas separadas en las esquinas iluminaban la habitación aislada de la luz solar, a pesar de poseer un gran ventanal que había sido clausurado a cualquier claridad externa, como para evitar la contaminación lumínica y veladora sobre aquel mar de papeles que inundaba la mayor parte del espacio. 

La primera de las confesiones que me realizó y casi la única fue referenciar la tarea a la que, como un ser burocrático se había encomendado a diario: «estoy rompiendo papeles». La destrucción de documentos, según me explico, es una tarea parsimoniosa que exige mucho interés y concentración, porque cada escrito debe ser examinado para determinar su valor en el momento que fue redactado, su prevalencia actual y si en un futuro podría ser útil su contenido. Como sopesador de tan trascendente dictamen, sus manos eran la balanza y su mente sesuda el fiel de la misma, que se debería inclinar bien hacia la preservación o hacia la destrucción.

«Rompo papeles. Vengo aquí todos los días con la convicción de acabar con todo lo que resulte inservible, pero al volver a la jornada siguiente encuentro igual volumen de originales o incluso más. Diría que se retroalimentan y las mismas escrituras se duplican. Hay momentos que me siento como Sísifo. ¿Sabes a quién me refiero?». Negué con la cabeza a pesar de tener una leve idea de que ese nombre estaba asociado a algún mito. Busqué en el móvil. Era un personaje de la mitología griega, rey de Corinto célebre por sus fechorías y por timar a la muerte, y castigado por Zeus a llevar una piedra redonda hasta lo alto de una montaña una y otra vez. Su analogía me intrigó porque igual él también se suponía un Sísifo moderno condenado a una existencia absurda. «Es una colosal y aburrida», replicó con un deje de amargura en su voz. «A veces me pregunto si no sería mejor dejar que todo se pudra aquí, que la memoria se diluya en este mar de papeles sin importancia. Pero algo me impulsa a seguir, a desentrañar qué debe ser guardado y qué no. Es un compromiso que me incomoda, pero que no puedo rehusar».

Descansé en el único asiento disponible, una vieja y destartalada mecedora de mimbre que crujió bajo mi peso. El ambiente cargado de polvo y la penumbra de la habitación me producían una sensación de claustrofobia. Observé al hombre, encorvado sobre su escritorio, inspeccionando concienzudamente cada folio antes de colocarlo en una de las dos cestas cercanas a él, una para destruir, la otra para guardar. Le ofrecí ayuda, entonces, en un acto de condescendencia para para aliviar su carga. Él hombre me miró con sorpresa desde el fondo de sus ojos grises reflejando la tenue luz de las lamparillas. «¿Qué podrías hacer?», me preguntó. Dudé y le respondí sin saber qué, «bueno, por si necesitas algo». Un silencio incómodo se apoderó de la habitación. El sonido del crujir del papel y el ocasional toser del hombre eran los únicos sonidos que rompían la quietud. De repente, se levantó y se dirigió hacia la ventana clausurada. «Mira», dijo señalando hacia el exterior. Aparté la vista de la montaña de papeles que me rodeaba y dirigí mi mirada hacia el ventanal exclaustrado. Lo que vi me dejó sin aliento porque tras el cristal opaco se extendía una ciudad de celulosa donde los edificios modernos se mezclaban con las casas antiguas, las calles bulliciosas contrastaban con los parques tranquilos. Era una ciudad llena de contrastes, de belleza y de caos total de papel.

«Esa es la ciudad», dijo con voz melancólica. «La ciudad que yo he ayudado a construir, la ciudad que he visto crecer y cambiar». Su mirada se volvió hacia mí, sus ojos llenos de una profunda tristeza. No supe qué decir. Las palabras parecían insuficientes para expresar la compleja situación. En ese momento, comprendí que no solo estaba rompiendo papeles, sino también intentando destruir su condena.

«Vengo a romper papeles».



Pasajeros

25.2.24


                                                               A mi amigo Mikhail Carbajal


Me quedé dormido en el metro entre las estaciones de Ataraxia y Thaumazein. Acostumbro a echar una cabezadita cuando el cansancio me vence de vuelta a casa y, en ocasiones, me paso y llego hasta Irrestricto, con lo que supone de pérdida de tiempo. Pero en esta ocasión noté que alguien tocaba mi hombro y mientras despertaba oí la voz joven de una mujer que me decía: ya llegamos. La miré con agradecimiento mientras me apeaba del vagón vacío.



Endofasia

18.2.24


—¿Tú estás escuchando lo que dices?
—¿Qué?
—Esa barbaridad que acabas de soltar.
—No he dicho nada, solo soy tu voz interior.


Viejos oficios

11.2.24


Cada vez que escuchaba la flauta de amolador bajaba a toda prisa para afilar los instrumentos cortantes de la casa. Después se embobaba con las chispas que desprendía el roce del acero contra el esmeril. Contaba que en ese fulgor era capaz de adivinar quién sería su próxima víctima.



Imposibles

4.2.24


 —No podemos amarnos, no podemos —le dijo mientras se arrebujaba contra su pecho y les resbalaban las lágrimas.

—Entonces —le preguntó—, ¿esto es el amor?



Confesiones

28.1.24


«Tengo por costumbre no mirarme al espejo. Una vez miré y me encontré con un desconocido. Pasado mucho tiempo volví a mirar y ya no había nadie».



La costurera

21.1.24


Se hizo un traje de tela marinera y resultó la mujer más admirada por las sirenas.



El viejo sabio

14.1.24


Cada día ofrecía una lección magistral desde la cima de la montaña. Desde allí lo escuchaban atentos los amaneceres, los cielos rojos, el viento, las nubes y el mar calmo. Si les faltaban sus palabras cambiaban a fieros.




Final inesperado

7.1.24


La Nochevieja y el Año nuevo tuvieron un idilio y decidieron alejarse del bullicio. Desde entonces no se han vuelto a ver celebraciones.




Seres oníricos

31.12.23


Te pregunté qué hacías dentro de mi sueño. Tú me dijiste, entonces, que me estabas soñando.




Amistosas

24.12.23

 

—Buenos días, qué tal estás.

—Bien —le sonrió.

—Sabes, el otro día conocí al padre del marido de tu amiga Silvia. Un tipo encantador.

Le volvió a sonreír mientras pensaba: «esta tipa es un tostón. Ahora me va a decir que es donde trabaja el suegro de mi amiga, una inmobiliaria que ella conoce porque en la misma curra la hija de una vecina, íntima suya de toda la vida».

—Y a que no sabes qué, vende unas casas chulísimas, es la oficina de Cecilia, la hija de Paqui, la que se compró el chalet con piscina en esa urbanización tan pija.

Le ofreció una nueva sonrisa como aprobación a la historia que contaba en tanto que, mirándola a la cara, se preguntaba cuándo detendría su discurso de pesada parlanchina. «Ahora me va sacar a relucir algún tema de su salud», pensó.

—Pues nada que vengo del médico porque resulta que tengo una fractura metacarpiana. ¿No me ves la mano hinchada? Así llevo toda la semana, sin poder lavar un plato. Menos mal que tengo a Jorge, el pobre se encarga de todo. Me han mandado reposo y me van a hacer unas pruebas para saber si ha sido por tanto esfuerzo que la mano se ha cansado o porque se me gastan los huesos que una ya va para mayor. Y después lo de la taquicardia, ¿sabes? Me dan palpitaciones y me pongo malísima, vamos como si me fuera a dar un infarto.

Y mientras la observaba mover los labios pero ya sin escucharla, discurría: «lo que me importará a mí su metacarpiano inflamado o deshinchado, el de su marido y el de su hijo, sus supuestas palpitaciones, su venta de Thermomix que además de a su suegra y a su hermana no le habrá vendido ninguna más a nadie o que ahora, se haya hecho influencer y se dedique a vender dietas milagrosas para el adelgazamiento. Precisamente ella que no está gorda, qué va para nada, ya se la podía aplicar.

—Te veo muy callada ¿te pasa algo? —le resopló.

—Qué me va a pasar —contestó su boca porque su mente decía otra cosa diferente—, que una anda pensando en las cosas que tiene que hacer.

—A mí me pasa igual —explicó azorada—, así que me voy que no quiero perder más tiempo. Hasta luego.

Entonces pensó: «¿hasta luego? ¿piensa venir luego? ¡qué horror!», y la miró empequeñecerse en la trama urbana con el alivio de quien sale a la superficie del agua a respirar.

Dejó su mirada perdida en el infinito hasta que se sorprendió. La vio detenerse con otra mujer y se apesadumbró: «pobre víctima».

Evolución

17.12.23


—Han tenido que pasar millones de años para que nos encontremos —le susurró.

—Sí. Y tenemos solo este instante para amarnos.



𝘚𝘵𝘢𝘳𝘨𝘢𝘵𝘦

10.12.23





Recorría la ciudad sumergiéndose en los contenedores de la basura buscando algo valioso, aunque tras sus inmersiones siempre salía con las manos vacías. La gente, entonces, comenzó a sospechar.

Terrón de azúcar

3.12.23

 Alguien vino y me contó al oído esta historia:

«Sarmiento, ya no recuerdo su nombre porque la sonoridad de su apellido y las rimas insistentes de los compañeros dejaron mayor huella en mi memoria que su nombre, digo Sarmiento era un niño rubito, aseado, con un rostro más aniñado que los del resto del grupo, aunque dotado de una cierta malicia más bien era verbal, dado que su físico estaba limitado por una estructura metálica que enjaulaba su pierna derecha, necesaria para poder caminar con dificultad, aunque él intentaba hacer casi todas las diabluras que el resto de los niños, ideando muchas de las gamberradas que los demás ejecutaban, concebidas perversamente como para hacer ver, frente a su desventaja física, la superioridad de su maldad, una especie de venganza frente a la desgracia a la que el mundo le había sometido y que devolvía con creces, a pesar de que, por su indumentaria, cuando en invierno vestía un elegante abrigo negro al alcance de pocos, y por su modo de hablar, no parecía tener una vida muy común con la nuestra cargada de penurias, cuanto que Sarmiento se mostraba desacomplejado y exuberante, lo miraba y me daba pena al pensar cómo me sentiría con esos hierros y las pesadas botas ortopédicas, más aún al saber algo relacionado con un terroncito de azúcar pintado con unas gotas rojas que nos daban a los niños y que él no tomó por descuido de sus padres».